“First of all, I’m not an intellectual of any sort that I know. I’ve many friends who are intellectuals and whatever that word means exactly but…a primitive, yes, because I didn’t know a damn thing about poetry. Nothing. I’d never gone to college. I absolutely was a flunk-out in any schooling I had. I laughed my way through exams. They just kinda passed me on…but nothing came through. I don’t know the multiplication table, can’t spell, can’t punctuate and…until I started at 27, hadn’t done much reading. Oh yes, well of course, some but not not…and certainly not in poetry. One would say a primitive.” -Anne Sexton, in an interview
“Intrapolis” (Funnel town) by Walter Jonas. 1960
Wilhelm List, 1903
From the Ver Sacrum (‘Sacred Spring’ in Latin) which was the official magazine of the Vienna Secession from 1898 to 1903.
Juliet in Romeo and Juliet 1968
JOSEPH BRODSKY (1940-1996)
Sobre la tumba de Brodsky, inscrita con las fechas 1940-1996 y su nombre en cirílico, había chocolates, plumas y flores. Pero sobre todo, chocolates. No había, como suele haber en casi todas las tumbas de los cementerios italianos, un retrato del difunto incrustado en la lápida.
Había esperado con ansiedad ver el último rostro de Joseph Brodsky.
En su libro sobre Venecia, Marca de agua, Brodsky escribe: «Por naturaleza inanimados, los espejos de los cuartos de hotel son aún más opacos a fuerza de haber visto a tantos. Lo que te devuelven no es tu identidad, sino tu anonimato». De una forma laxamente paradójica, el anonimato es una característica de la ausencia: es la ausencia de características. Un rostro joven es anónimo; está vacío de expresiones y de rasgos que lo identifican y nombran. A medida que envejece, adquiere las huellas que lo distinguen de los demás. Una cara que se va arrugando es cada vez menos anónima. Pero mientras un rostro envejece y adquiere mayor definición, se expone, al mismo tiempo, a más y más miradas de desconocidos —o, para seguir con la imagen de Brodsky, a más espejos de cuartos de hotel por donde han pasado tantos reflejos que todos devuelven el mismo semblante, deshecho como sus camas deshechas. Así, un rostro también va perdiendo la definición que ha ido tomando con los años, como si a fuerza de ser visto tantas veces a través de ojos ajenos, tendiera a volver a su principio informe. De esta manera, el exceso de definición que adquiere un semblante con el tiempo, y que culminaría tal vez en un monstruoso exceso de identidad —en una mueca—, se contrarresta con la simultánea pérdida de esa identidad.
Es quizá por ese motivo que todos los bebés y todos los ancianos se parecen entre sí sin parecerse a nadie en particular. En el principio y en el trecho final los rostros son anónimos.
Es lógico, entonces, que un muerto ya no tenga rostro alguno. Las caras de los muertos deben ser, en todo caso, como las que vislumbró Ezra Pound en el metro de París: «Pétalos sobre una rama negra húmeda».
Sobre la lápida de Brodsky no había ningún retrato. Era justo que no existiera ese sello definitivo de identidad; era más honesto el gris liso y opaco de la piedra —reflejo del anonimato de un hotelmensch por excelencia, hombre de muchos cuartos de hotel, muchos espejos, muchas caras. Mejor detenerse frente a la tumba y tratar de recordar alguna fotografía deBrodsky sentado en una banca de Brooklyn, o traer a la memoria una de esas grabaciones de su voz, al mismo tiempo poderosa y quebradiza, como de quien ha pasado muchas horas en soledad y ha adquirido contundencia a base de dudar:
Un árbol. Su sombra,
y la tierra;
las raíces que la penetran y se aferran.
Monogramas entretejidos.
Barro y piedras firmes.
Las raíces se entretejen y mezclan.
Las piedras tienen una masa propia
que las libra de la atadura
de un arraigo normal.
Esta piedra se sujeta firmemente.
Uno no puede moverla ni desenterrarla.
Las sombras de un árbol atrapan al hombre,
como las redes a los peces.
El resultado de un encuentro largamente esperado con un desconocido suele ser decepcionante. Lo mismo con un difunto, sólo que en este último caso no hace falta disimular nuestra decepción: un muerto, en ese sentido, es siempre más agradable que un vivo. Si al llegar frente a él nos damos cuenta de que en realidad no teníamos nada que hacer ahí, que lo entretenido era buscar su tumba y lo de menos era encontrarla —¿qué cosa dirían las piedras de Venecia que no le hayan dicho ya a Ruskin hace más de un siglo y medio?—, podemos darnos la media vuelta a los pocos minutos y el muerto no nos lo reprochará. Con los muertos no hace falta ser bien educados, aunque la religión haya intentado inculcarnos siempre un comportamiento absurdamente decoroso en las misas y en los cementerios. Guardar silencio, rezar y caminar despacio con la cabeza gacha, las manos dobladas a la altura del vientre, son costumbres que poco le importan a quien reposa bajo tierra.
Por eso resultó tan oportuna la anciana que había estado parada junto a la tumba de Pound — según me parecía hasta ese momento, en una meditación profunda. La mujer se arrimó a la sombra del árbol donde estábamos Brodsky y yo en un silencio ya incómodo, y se empezó a rascar las piernas como si tuviera pulgas o lepra. Después de rascarse se acercó un poco más y se detuvo frente a la sepultura de Brodsky. Con toda tranquilidad, como quien efectúa labores domésticas de rutina, empezó a guardarse los chocolates que le habían dejado al poeta. Cuando había terminado con éstos, se guardó también las plumas y los lápices. Después, como para no quedar mal, le dejó una flor que, supongo, se había robado de la tumba de Pound.
Imaginé, por la familiaridad con la que se movía entre las dos tumbas, que era una vieja amiga de los poetas, o quizá la dueña de la pensión donde Brodsky se hospedó en algunos de sus viajes a Venecia. Le pregunté, tímida y balbettando en mi italiano fracturado, si había conocido a Joseph Brodsky, y si lo había venido a visitar. «No, no —me dijo—, sono venuta per visitare il mio marito, Antonino. Credo che Brodsky era un poeta famoso… ma non tanto come il bello Ezra».
La anciana suspiró y se agachó para rascarse otra vez las piernas; recogió las bolsas pesadas, llenas de souvenirs necrológicos, y salió del Recinto Evangélico, como los venados del poema de W. H. Auden que Brodsky siempre citaba: silently and very fast.
- "Papeles falsos", Valeria Luiselli
Sexto Piso.
The Color of Pomegranates, Sergei Parajanov, 1969
thee temple ov psychick youth
𝖘𝖐𝖊𝖑𝖊𝖙𝖔𝖓𝖘 𝖆𝖓𝖉 𝖘𝖐𝖚𝖑𝖑𝖘 ─ 𝖉𝖊𝖙𝖆𝖎𝖑𝖘
Illustrations from Compendium Maleficarum (Francesco Maria Guazzo, 1608)
Pour ma chère dame
Mudez
Em frente à minha imagem
Que nada representa ou diz por si mesma;
Dada a sua fragilidade
Não a abandono
A alinho em duas ocasiões;
Permanente e distante
Do distanciamento nasce uma lágrima
Aquela que escreve "Dálias" em seu rosto
Dada a sua franqueza
Da permanência encontro complicação
Surdez
Em frente à minha voz
Que aflora e morre em seu próprio conto.
Sendai Photographic Group, White Cat on Steps, Sendai, Japan